Nuestra naturaleza pura, por consiguiente, tiene un aspecto activo que es nuestro “Maestro Interior”. Desde el momento mismo de nuestro obscurecimiento, este maestro interior no ha cesado de trabajar por nosotros sin descanso, sin cesar de intentar llevarnos de vuelta al resplandor y la espaciosidad de nuestro verdadero ser. Ha estado trabajando sin cesar por nuestra evolución, no sólo en esta vida, sino también en todas nuestras vidas anteriores, utilizando toda clase de medios hábiles y todo tipo de situaciones para enseñarnos y despertarnos, y para guiarnos de vuelta a la verdad.
Cuando hemos rezado por la verdad y aspirado a ella y la hemos anhelado durante mucho tiempo, durante muchísimas vidas, y cuando nuestro karma se purifica lo suficiente, ocurre una especie de milagro. Y ese milagro, si somos capaces de entenderlo y aprovecharlo, puede conducirnos a la eliminación definitiva de la ignorancia: el maestro interior, que ha estado siempre con nosotros, se manifiesta en forma de un “maestro exterior” al que encontramos en la vida real casi como por arte de magia. Ese encuentro es el más importante que puede producirse en una vida.
¿Quién es ese maestro exterior? No es otro que la encarnación, la voz y el representante de nuestro maestro interior. El maestro o la maestra cuya forma humana, voz humana y sabiduría llegamos a amar con un amor más profundo que cualquiera que podamos experimentar en la vida no es sino la manifestación externa del misterio de nuestra propia verdad interior.
¿Qué otra cosa podría explicar por qué nos sentimos tan poderosamente conectados con él o ella?
El maestro no sólo es el portavoz directo de su propio maestro interior, sino también el portador, canal y transmisor de todas las bendiciones de todos los seres iluminados. Esto es lo que confiere a nuestro maestro el poder extraordinario de iluminarnos la mente y el corazón. El maestro es nada menos que el rostro humano de lo absoluto.
En el Tibet hay una hermosa oración compuesta por Jikmé Lingpa y para invocar la presencia del maestro en nuestro corazón.
Del Loto floreciente de la devoción, álzate en el centro de mi corazón, oh maestro compasivo, mi único refugio. Estoy acosado por acciones pasadas y emociones turbulentas… para protegerme en mi desgracia, quédate sobre mi coronilla como una diadema, el mándala de gran dicha, que aviva toda mi atención y conciencia, te lo ruego.
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